jueves, 22 de septiembre de 2011


Mis compañeros de colegio andaban perdidos y se han encontrado ahora gracias a las redes sociales. Tardaron más de la cuenta porque sociológicamente fuimos a un colegio de barrio de suburbios de una ciudad dormitorio: nuestros profesores de colegio público observarían restos de adversidades en la roña de nuestros mofletes. Está claro que no estamos todos, somos dieciséis de cuarenta y dos que éramos, un grupo numeroso en el que teníamos una proporción de la realidad de la España cañí: no en vano sufrimos los juegos olímpicos como si fueran nuestros, en las pistas de detrás de nuestros pisos rojos hacíamos campeonatos de tiro con limón dentro de medias y obteníamos trofeos de petazetas. Nos hemos unido bajo un grupo que predica a los cuatro vientos una nostalgia de nocilla y fiestas de cumpleaños debajo de los limoneros. Cuando alguien publica una foto oxigenante, todos volvemos a respirar, son fotos con colores ficticios, magmas irreales que las cámaras de usar y tirar más baratas se empeñaban en destrozar. Tenemos todos las mismas caras pero menos inflamadas, menos surcadas por la cosmogonía y nos dedicamos a trabajos mundanos, ninguno de los dieciséis hemos explorado más allá del océano de treinta kilómetros en el que nadamos. Hay una especie de tristeza que recorre todas las fotos, la de la esperanza, cuando eres pequeño todo te parece posible hasta que se instaura la rutina y su carne tiene el mismo sabor acibarado. Ahora intentan organizar una cena en la que se hablará de sucesos inexplicables, como quiénes fueron los que compraron las cartas pornográficas en el viaje de estudios o por qué el maestro de matemáticas le tiraba los tejos a la de lengua, como si aquello fuera Farmacia de Guardia. Y seguro que alguno dará una respuesta coherente.

1 comentario:

maria dijo...

Es precioso Rafa, me ha encantado leerte, ENHORABUENA!!