viernes, 5 de noviembre de 2010


Sueño a veces que un tren arrastra la memoria.
Disfruto sentándome en los vagones
para mirar ciudades por su ventana.

No todas:
Sólo aquellas cuya ceniza respira mi carne
Las que retienen fuego del olvido
Las que aún caminan en mi interior
Con sus huellas impresas en tiempo.

Son espacios a los que no podría volver
Por la resistencia de mi alma cambiada.

El tren se propaga surcando una vida
Sus pasajeros son fantasmas antiguos
Y tocan cosas que mis amantes tocaron
Celebran fiestas en las que convidé a mis amigos
viven paisajes aletargados en mi piel
Y renuevan familiares que ya murieron.
Pero todo lo contemplan con frialdad
Del examinador que evalúa los daños
Causados por impactos arbitrarios.

Cuando despierto la noche es ruido
Que alarga la distancia
El humo se agolpa al ritmo de mi corazón
La soledad se aleja y la memoria
Tiene un final inesperado en lo real
En el que todo es rutina.

Pero dentro de mí devora el ansia
de las estaciones nocturnas
en las que por fin soy cuanto he sido
con vías que se pierden entre el recuerdo
y una niebla en la será dulce morir.

lunes, 1 de noviembre de 2010

de cuaderno de Madrid


DOMINGO 31-10-10
La mañana de Halloween night vamos al Escorial, los árboles por el camino están incendiados de un peso leve que los aprieta contra sí y una parte de su cuerpo, algo frío y que a la vez acicala, acaba tendido en el suelo. Los árboles, calvos, forman un camino hasta la puerta del Escorial, como si estuvieran hechos solo de tiempo que se ha caído, tiempo de pasado.
En la cola somos masticados durante una hora por agua y aire, pero resistimos, gracias a la tendencia del hombre a hacer bromas hasta en los peores momentos. El edificio de granito nos hace hormigas, lentas, que se aprietan contra sus pilares. De lejos, entre los árboles, era una roca tallada con esmero. De cerca lo importante no es la belleza sino sus medidas crecidas a lo largo y ancho, destinado a contener toda una vida humana, que en aquellos momentos, representaba a todas las personas de un país e incluso hasta el mismísimo dios.
Desde la cama en la que murió Felipe II, un contenedor para ver el altar de la iglesia si la disponían en oblicuo, hasta las catacumbas apenas separan unos cientos metros de galerías y pasillos. En el fondo, desde aquella cámara octogonal, a uno le sobrecoge ver tantos Reyes juntos en túmulos de mármol grisáceo y rojo, y en una sala contigua los dejan secar durante 25 años antes de meterlos dentro. Sabemos que hay uno en espera. La extraña casualidad es estar ahí justo la víspera de todos los santos, en aquel cuerpo del Escorial forrado por doce reyes y doce reinas. Como salidos del influjo nos espera algo que no esperábamos. 9 cámaras más para un montón de infantes, en puro mármol blanco, de pureza, vamos pasando por cámaras llenas de tumbas en las que yacen reyes que no fueron, árboles que no alcanzaron su función, árboles incendiados antes de tiempo. Pero lo más grotesco de todo viene al final. Una tarta de tres pisos hecha de mármol blanco que contiene aquellos infantes que no llegaron a crecer, que se quedaron sepultados en un mundo de Peter Pan absolutista, y duermen en un merengue solidificado.
Después de tanto miedo de todos los santos tenemos solaz en la biblioteca, en un mundo reducido a una sala pero alargado en cada libro, que es una puerta hacia otras dimensiones temporales desde el libro más antiguo que es del siglo IV, Agustín de Hipona, dimensiones árabes, cristianas, leyes, filosofía: todos los mundos palpitantes deseando ser abiertos.
Al final, el día uno, ya no quedan más fuerzas para visitar otros cementerios, sólo el cementerio marino de Valéry, comprado en una tiendecilla del barrio de la Moncloa.