domingo, 10 de abril de 2011


Si me pongo a explicar lo que no sé cómo explicar nacen carraspeos en mi boca, se llena de una nieve negra lo que digo y al final creo que estoy en cualquier punto perdido e inservible del lenguaje.
Si digo, por ejemplo, lluvia convoco con mis palabras todos los desiertos y un polvo que me cierra la boca, aunque en mi interior siento la humedad trepando por las venas, llenando la tensión de mis órganos haciendo crecer plantas y organismos por mi cuerpo como si fuesen una memoria antigua.
Si exclamo cosas acerca de la veracidad de cómo nos mostramos a los demás
sólo me salen espejos de la boca, espejos en los que contemplamos que no somos los mismos que decimos, crueles pantallas rastreando cuerpos mudos, que no se exponen a la veracidad de lo dicho: somos al fin y al cabo seres larvales.
En este sentido me gustaría que las cosas que digo cuando intento decirlo todo no me salieran como palabras sino como huesos y carne, como algo primigenio, como una bacteria, algo irreductible. Me gustaría que por más chatarra de lenguaje que use todo saliese puro.
Pero hablo. Y me explico. Y todo tiene la cruel belleza de un desastre nuclear. De un volcán que extingue la naturaleza destruida.

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